La verdad, no había vuelto a salir a la calle. ¡Que le importaba a ella que hubiera gente y vida y cosas! En casa hacía y deshacía, removía cajones, planchaba camisas, rellenaba galets con carne picada, muy ablandada con huevo, ajo y perejil. Miraba por la ventana de abajo y veía los adoquines del callejón, estrecho como un demonio, o subía a la azotea y perdía la vista en los olivos de arberquina que rodeaban el pueblo. Pero ¿en la calle? No, no la había vuelto a pisar. Por las mañanas guisaba carne asada con canela y coñac, todo hecho a fuego muy bajo, en su jugo y con un sofrito de cebolla. Las tardes las pasaba zurciendo calcetines y calzoncillos y repasando las iniciales, medio borradas, de las toallas de su ajuar. ¡Que no, que ella no salía a la calle! La doctora ya podía cantar misa, como su marido y su hijo. Porque, a ver, a ella la cicatriz no le quitaba el sueño, ni se acordaba de ella debajo de la falda y la combinación. Lo que de verdad le hacía daño era que el cáncer se hubiera llevado su colon y le hubiera dejado una incontinencia fecal.
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Fotografía: @joana.martinezmontabes
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