lunes, 13 de mayo de 2024

Juana Pérez

Pintura: Kasimir Montabes


La mano no hizo ruido al caer al suelo porque el alarido del ladrón laceró la mañana. Juana miró el hacha ensangrentada, la sostuvo ante sí, brillante y acerada, goteando; el corazón saliéndose del pecho y su mano cosida con tozudez a la destral. 
  Había tardado unos minutos en entender lo que pasaba detrás del portón. Rafael, su marido, hacía un buen rato que se había alejado a caballo, al pueblo, a contratar hombres para recoger la aceituna. Aquellos forajidos debían haberlo visto, porque seguramente estaban acechando y, cuando se perdió, bien lejos, se lanzaron a asaltar la hacienda sin miedo a los únicos que quedaban: las mujeres y los niños. 
  Lo habían hecho con sigilo, debían de ser tres o cuatro, pero ella los oyó porque era muy temprano y los otros ruidos seguían durmiendo. Mientras uno de ellos introducía la mano a través del agujero de la puerta grande para alzar la aldaba, Juana, que se había apostado detrás armada, lanzó un golpe sin dudas y la mano cayó como fruta pasada.
  Huyeron aterrados, sin reclamar el miembro, que quedó abandonado a su suerte en las losas del patio.
  Huyeron sin tiempo a pensar en qué había fallado, mientras ella, temblando, se fue arrastrando por la tapia hasta entrar en la casa. Entonces, a cubierto, cerró la puerta y la apuntaló con el peso de su espalda, aunque hubiera deseado clavarla. La respiración se le calmaba, poco a poco, mientras el trote de caballos ―¡malditos haraganes!― se alejaba. 
  Los niños aún dormían y Fernanda, la criada, debía de estar dando de comer a los cerdos sin enterarse de nada. Había sido muy rápido. 
  Rafael volvió al anochecer, cuando ella y la criada ya habían digerido el día, como si hubiera sido otro cualquiera. Habían estado atendiendo a los animales y a los niños, preparando el huerto para la nueva siembra, cociendo los garbanzos en la olla, sobre las estrébedes, en el suelo de la chimenea, en la cocina.
  Atareadas, sin saber que cien años atrás las mujeres andaluzas habían sido acusadas de ociosas por Pablo Olavide, porque se deslomaban solo dentro de los muros de sus casas.
  De dónde le vino la fuerza aquel día no lo supo nunca, pero sí lo sospechaban Rafael y sus tres hijos varones, que toda la vida padecieron para sostenerle la mirada.
  ―¡Qué valor has tenido! ―le alcanzó a decir Rafael mirando aquella mano ennegrecida, que comenzaba a pudrirse en un trapo―. Podrían haber reventado la puerta y mataros a todos.
  ―¿Y qué querías, que los dejara entrar a ver si les servíamos vivos? ―le respondió con rabia.
  La sopa se enfriaba. Nunca le perdonó a Rafael ninguna de las dos cosas: ni que las hubiera dejado solas ni que luego, muerto de culpa, la censurara. Desde aquel día Juana dejó de sorprenderse; la incongruencia era una forma de la cobardía de los hombres.
  Rafael buscó a un aparcero para que la casa no se volviera a quedar sola. Ya había visto que el olor del dinero soliviantaba, y esas habladurías de que metían las monedas en un cuartillo para medir la leche en lugar de contarlas debían de haber llegado lejos porque, después del asalto frustrado, en los alrededores, no se supo de ningún hombre manco. 
  Era un peligro tener aquella fama. Si bien era cierto que eran labradores de rango, con jornaleros a sueldo, con buenas tierras y con buena casa, vivían de lo que daba el campo, de sus aceitunas y del trigo que sembraban, además de los animales y el huerto que las mujeres cuidaban.
  Las tierras les venían por herencia, como así debía de ser. Juana se había casado cumplidos los treinta con Rafael, en sus treinta y cuatro, y con el beneplácito familiar. Ambos eran de buena familia, parientes lejanos, y se habían visto en las bodas. Las madres respectivas se conocían y ya habían hablado de lo convenientes que eran la una para el otro. A Rafael le quedarían tierras y una buena casa, y Juana tenia una dote de mil reales, un tercio de su legítima.
  Cuando se casaron, en 1865, faltaban pocos años para que la reina Isabel II fuera expulsada de España, pero hasta el campo olivarero de Jaén habían llegado pocos ecos de la lucha entre tradicionalistas, liberales moderados y exaltados, y de los esfuerzos ―componendas― de la reina para conseguir alianzas con la burguesía liberal y mantenerse en el poder. También habían estado lejos de los cuarenta años de guerras carlistas y las siete desamortizaciones para poder pagarlas. Para ellos, como para la inmensa mayoría de la población, la vida en el campo quedaba lejos del ruido de las ciudades. 
  El aparcero se llamaba Antonio y había hecho buenas migas con Fernanda. 
―Deberíamos casarlos, Juana, no estamos para habladurías.
―Tienes razón, a mi me da que se gustan y es la mejor solución para la casa.
  Y así fué; un domingo de mayo, en la pequeña capilla de la casería, la pareja se casó delante del párroco y con don Rafael y el capataz como testigos. A la ceremonia, muy sencilla, le siguió una comida ofrecida por los señores, donde se sirvieron dos lechones asados, con patatas, calabacines y otros frutos del huerto y se bebió buen vino de la bodega de la hacienda.
  Los días seguian su curso, entre veranos de amapolas y otoños de siega y aceituna, cuando las dos mujeres descubrieron que estaban embarazadas. Para Fernanda fue la primera, una niña, que nació a inicios de noviembre, cuando todo en el campo se muere. Y la señora salió de cuentas pocas semanas más tarde, con otra niña nueva en el mundo.
  Los ocho partos de Juana le dejaron con vida tres hijos y dos hijas. Cuando nacían los miraba angustiada para intentar adivinar si sobrevivirían. Los primeros años eran cruciales, cualquier fiebre se los podía llevar por delante. 
  Habían pasado tres años desde los nacimientos cuando llevaba varios días nerviosa porque la pequeña empezó a respirar con dificultad.
  ―Rafael, Marianita tiene fiebre y se ha pasado el día entero tosiendo, mañana quiero que vayas a buscar a don Marcial.
  ―Mañana tengo que organizar el acarreo de las aceitunas ―le dijo mientras dejaba la camisa en la silla del dormitorio― pero ya lo haré venir con alguien.
  ―Me tienen muy preocupada. La niña de Fernanda también lleva varios días en cama y le cuesta coger el aire, igual que a la nuestra.
  Juana pasó la noche en el cuarto de sus hijos, poniendo paños fríos en la frente de la niña y dándole de beber tomillo con miel.
  A la mañana siguiente, el aire frío sacudía los postigos de las ventanas. Se echó el chal y salió al patio para ver cómo había pasado la noche la hija de la criada. Fernanda gemía sentada a los pies de un jergón donde una pequeña, cerúlea, se esforzaba en respirar.
  ―¡Dios nos guarde, Fernanda, cómo está?
  ―¡Mal, señora, muy mal!
  ―¡No se puede esperar más! Ahora mismo le digo al señorito que traiga al médico.
  Rafael encinchó el caballo y salió a toda prisa, levantando el polvo de la mañana, camino de Huelma. 
  La angustia se adueñaba de Juana. El cuerpecito pequeño de su hija se revolvía en sus brazos tosiendo adolorido. Sus hijos mayores las miraban, la cama deshecha, la madre sosteniendo la cabecita ajada. La tos de perro llenaba aquellos metros que los separaban.
  ―Miguel, hijo, ¡vete a ver cómo va la niña de Fernanda!
  La carrera resonó en las baldosas de barro y se fue oyendo escaleras abajo. Los minutos pasaban.
  En la habitación donde solían dormir juntas todas las criaturas, la madre apretaba a la pequeña y los demás querían acercarse a tocarlas, pero Juana no lo permitió, porque aquellos ruidos que salían de la garganta de su niña no eran buenos.
  Antes de que volviera el hijo llegaron los gritos de Fernanda. Desgarrados, fríos, agónicos, y se pegaron a los cuerpos de la habitación de su señora, muertos de miedo y de desesperación. 
  —¡Y el médico no llega!― maldecía.
  Dejó un momento a su niña y bajó al patio. Fernanda daba vueltas, loca de dolor, dentro de su casa. La abrazó y sostuvo a aquella mujer sin fuerzas. Sintió los golpes de cabeza en su pecho, los gritos apagados, los brazos sacudiéndose, lo sintió todo, porque era también suyo; era el olor de muerte, el desangre, el presagio más amargo.
  Se oyeron los cascos del caballo y el hijo voló, tropezando, a abrir el portalón. Juana corrió hasta el médico y lo empujó escaleras arriba. La pequeña respiraba con mucha dificultad. El médico abrió su boca y vió la membrana grisácea y dura sofocando la pequeña laringe. 
  ―Es un garrotillo y está muy avanzado. ¿Las dos niñas enfermaron juntas? ―preguntó mientras le tomaba el pulso con la mano.
  ―Don Marcial ¡haga Vd. algo!
  Los emplastos fríos y calientes se quedaron muy cortos para una difteria desatada.
  A las dos niñas las enterraron el mismo día, pero en distintos agujeros. La de Fernanda abrazó el suelo, la tierra seca, con una cruz de madera vieja donde pudiera llorarla su madre. La de Juana acompañó a sus abuelos, tíos, primos y hermanos muertos, bajo la fría lápida familiar.
  Las semanas pasaban en la hacienda aciagas, descoloridas, tortuosas. Las madres lloraban, los niños, taciturnos, deambulaban y los hombres, cansados, disimulaban. Pero al final la primavera llegó y con ella los corazones, que no olvidaban, se sacudieron el dolor y se dispusieron a seguir viviendo.



Este relato ha sido Premio Absoluto del  7° Concurso literario Miguel de Cervantes del Ajuntament de Pallejà