Era azul, condenadamente azul, tan intenso como el cielo mandaba. Era azul, y liso, y dulce; inmenso. El sol de agosto, que un poco más tarde derretiría la ventana, a las siete de la mañana la despertaba para que oyera el chillido de las gaviotas.
Ella salía al balcón del hotel para admirar ese mar burlón, y se deleitaba con su rumor azul deshecho sobre la arena.
Como una criatura traviesa, le pedía atención: ahora avanzo, ahora me escondo, ahora me dejo caer desconcertado. Y un segundo después, me lanzo a la orilla, como si soltara las armas y me rindiera desesperadamente.
Acababa de romper la mañana y, a esa hora, las aguas eran un lecho cómodo para las lanchas a motor, que, llenas de peces y rodeadas de gaviotas, las surcaban.
Y ahora no se lo podía creer, con el alma astillada, cuando liquidadas aquellas vacaciones, frente a su ventana solo divisaba las bragas tendidas —y las sábanas— de la vecina de enfrente.
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