Solo se oía el leve chirrido que hacía el andador desde hacía unos días. Las ruedas grandes iban un poco a su aire y dejaban una marca opaca sobre el mármol claro del comedor. Se podían leer todos los viajes que había hecho aquella mañana del sillón al baño, ida y vuelta.
El gato atigrado abría perezosamente un ojo para vigilarla. Ya vuelve, pensaba. Y estiraba las patas haciendo una Marjaryasana natural.
Ella, en efecto, ya volvía, con las manos enroscadas en los mangos y los pies buscando, entre aquellas ruedas que chirriaban, el espacio seguro.
Se acercó a la mesa y enderezó el tapete de ganchillo de su madre. Lo último que le quedaba. Esas flores habría que cambiarlas, pensó al ver la hilera de hojas amarillentas que cubrían la mesa.
Fuera llovía. Un tamiz de agua resbalaba por la ventana, y las flores del limonero se escurrían y caían empapadas al pie del árbol.
Volvió a sentarse. El rosario estaba a punto de comenzar en “Radio María”. Y pasaba ya del segundo al tercer Misterio cuando la cuenta se le quedó varada entre los dedos. Se le había olvidado. Y una urgencia profunda le hacía ver el váter lejos, muy lejos. Se agarró a los brazos del sillón para levantarse. Alzó el cuerpo, y ya estaba a punto de tocar el taca-taca cuando una oleada líquida y caliente le cayó entre las piernas.
Prisa, ya no había.
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Fotografía: joana.martinezmontabes
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