lunes, 21 de abril de 2025

El caminador

Solo se oía el leve chirrido que hacía el andador desde hacía unos días. Las ruedas grandes iban un poco a su aire y dejaban una marca opaca sobre el mármol claro del comedor. Se podían leer todos los viajes que había hecho aquella mañana del sillón al baño, ida y vuelta.
El gato atigrado abría perezosamente un ojo para vigilarla. Ya vuelve, pensaba. Y estiraba las patas haciendo una Marjaryasana natural.
Ella, en efecto, ya volvía, con las manos enroscadas en los mangos y los pies buscando, entre aquellas ruedas que chirriaban, el espacio seguro.
Se acercó a la mesa y enderezó el tapete de ganchillo de su madre. Lo último que le quedaba. Esas flores habría que cambiarlas, pensó al ver la hilera de hojas amarillentas que cubrían la mesa.
Fuera llovía. Un tamiz de agua resbalaba por la ventana, y las flores del limonero se escurrían y caían empapadas al pie del árbol.
Volvió a sentarse. El rosario estaba a punto de comenzar en “Radio María”. Y pasaba ya del segundo al tercer Misterio cuando la cuenta se le quedó varada entre los dedos. Se le había olvidado. Y una urgencia profunda le hacía ver el váter lejos, muy lejos. Se agarró a los brazos del sillón para levantarse. Alzó el cuerpo, y ya estaba a punto de tocar el taca-taca cuando una oleada líquida y caliente le cayó entre las piernas.
Prisa, ya no había.

#PerlesQuotidianes 
Fotografía: joana.martinezmontabes
@asociacionincontinenciaasia
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El mar


Era azul, condenadamente azul, tan intenso como el cielo mandaba. Era azul, y liso, y dulce; inmenso. El sol de agosto, que un poco más tarde derretiría la ventana, a las siete de la mañana la despertaba para que oyera el chillido de las gaviotas.
Ella salía al balcón del hotel para admirar ese mar burlón, y se deleitaba con su rumor azul deshecho sobre la arena.
Como una criatura traviesa, le pedía atención: ahora avanzo, ahora me escondo, ahora me dejo caer desconcertado. Y un segundo después, me lanzo a la orilla, como si soltara las armas y me rindiera desesperadamente.
Acababa de romper la mañana y, a esa hora, las aguas eran un lecho cómodo para las lanchas a motor, que, llenas de peces y rodeadas de gaviotas, las surcaban.

Y ahora no se lo podía creer, con el alma astillada, cuando liquidadas aquellas vacaciones, frente a su ventana solo divisaba las bragas tendidas —y las sábanas— de la vecina de enfrente.

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Ilustración @la.mediana
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Escribir

Se contempló las manos, la marabunta de grietas y la imposible simetría de los dedos,  que aún así obedecían. Funcionales, que funcionaban, le habían dicho. De las pocas cosas que aún lo hacían.
Cogió la taza de café con cuidado; tenía que prestar atención al apretar con fuerza el asa, o su portátil lo pagaría.
Su marido había muerto hacía unos años, siempre había dicho que no se haría viejo. Las máquinas suizas que te liberaban de los males de la vejez ya estaban aquí, gracias a Dios, y él no lo dudó. Ella aún no, ella escribía.

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Fotografía:  joana.martinezmontabes 
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viernes, 18 de abril de 2025

La cicatriz

La verdad, no había vuelto a salir a la calle. ¡Que le importaba a ella que hubiera gente y vida y cosas! En casa hacía y deshacía, removía cajones, planchaba camisas, rellenaba galets con carne picada, muy ablandada con huevo, ajo y perejil. Miraba por la ventana de abajo y veía los adoquines del callejón, estrecho como un demonio, o subía a la azotea y perdía la vista en los olivos de arberquina que rodeaban el pueblo. Pero ¿en la calle? No, no la había vuelto a pisar. Por las mañanas guisaba carne asada con canela y coñac, todo hecho a fuego muy bajo, en su jugo y con un sofrito de cebolla. Las tardes las pasaba zurciendo calcetines y calzoncillos y repasando las iniciales, medio borradas, de las toallas de su ajuar. ¡Que no, que ella no salía a la calle! La doctora ya podía cantar misa, como su marido y su hijo. Porque, a ver, a ella la cicatriz no le quitaba el sueño, ni se acordaba de ella debajo de la falda y la combinación. Lo que  de verdad le hacía daño era que el cáncer se hubiera llevado su colon y le hubiera dejado una incontinencia fecal.
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Fotografía: @joana.martinezmontabes 
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Despertar

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Ilustración @la.mediana

Se despierta, otro día. Abre los ojos y levanta las persianas de las esperanzas. Ausculta el corazón, vacío, como ayer. Baja al estómago, no tiene hambre. Da media vuelta y comprueba que le duelen las lumbares. Vuelve a la cabeza. Cómo lo hacía, antes, para sacarse de encima este estado tan mustio? Se ha olvidado.

Se gira y consigue levantarse. El pijama le va grande, como toda la vida le han ido las expectativas.

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@joana.martinezmontabes

Albaicin

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Ilustración: @la.mediana
Eran preciosas aquellas piedras redondas, la calle empedrada, como pequeños cerros de un país en miniatura. Cantos rodados que se soñaban suaves, casi tiernos en su alma abismal. Imposibles de describir? Acurrucados en un orden perfecto, abrazados en un silencio duradero, dejando espacio por si algún día tenía que surcar el agua. Los más pequeños dibujando la trama, los más grandes impostando una fuerza desmayada que conseguía arañar algo más de estatura. 

Ella miraba al suelo, extasiada, embobada, sin querer robar los ojos a aquella maravilla.

Poner allí los pies era como besar un instrumento, abrazar trastes desordenados, alcanzar un rango de teclas insonoras, fantasear su relieve.

Hasta que el pie se le dobló en aquel desnivel anunciado, indiferente al crek que sintió en la rodilla y al bramido que brotó de sus entrañas.

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Resistencia

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Era sacar su cuerpo por la ventana y sumergirse en el frescor. Los murciélagos, cerca de ella, hacían dibujos en el aire. Las luces de la autopista titilaban como estrellas. Solo el ruido seco de la polea que vigilaba las cuerdas hería la quietud de la noche; lo rasgaba.

La ropa estaba tibia todavía. Se resistía a enfriarse. Se aferraba al calor que hacía minutos la había empapado. Una camisa, tozuda, luchaba para permanecer en el tabaque, abrazándose sin alma a la pierna de unos pantalones.

Hizo falta un buen estiron para desembarazarla y hacerla yacer, muy extendida, en la oscuridad nocturna.

Una voz dentro de la casa recuperó a la mujer. El cesto ya estaba vacío. Los sujetadores, los calcetines, los paños de cocina, se sacudían la pereza en la cuerda y se resignaban al destino.

@joana.martinezmontabes
Ilustración @la.mediana
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